Que las formas del tiempo se dejen ver, que
ocupen el lugar que los colores dejaron cuando, esta tarde, sin aviso
ninguno, decidieron posarse ordenadamente en aquel lienzo olvidado.
Sabia complicidad, pensé, cuando, ya abierta la puerta, los vi
sonrientes, jugando. Aquel cobalto se movía lentamente de izquierda a
derecha, pasaba por encima del cercano cadmio y, sin dejar de
mirarme, hacía resplandecer al mismo verde que horas antes había visto
en las orillas de Tir na N'og. El mismo azul que bordeaba las tierras de
la misma frontera y las tornaba en profundos abismos, aquellos a los
que Mr. Cohen volvía obsesivamente. El mismo azul que ceñía a los
soberbios rojos y los convertía en los violetas que, dos años atrás, yo
mismo había visto ascender a los cielos. Atónitos, los pinceles miraban
la escena; no sabían qué hacer. Cerré la puerta. A los niños hay que
dejarlos jugar.
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