sortean, descendiendo, los reflejos que las forman y, como
estrellas fugaces, ultiman sus días en el fondo de quien, indiferente,
las atrapa.
viernes, 27 de abril de 2012
Encendidas,
altas, amenazan ser la última vida, el calor que nos cobije
antes del último gemido, la última esperanza, nuestro último aliento,
antes de encontrarnos solos en ese uniforme océano que diluye lo propio
en la nada. Caerán amables y cubrirán nuestros cuerpos en la última y
cálida noche. Será el principio del Todo, aquel del que nadie sabe nada.
Convenido el son,
de fiesta engalanados, olvidando
conveniencias, alborotados, entran en el lienzo. Por fin la hora de la
danza, el tiempo de las formas. Lo amorfo reclama orden, y los cuerpos,
entre vertiginosas miradas, ocupan el territorio del claroscuro y
recorren la frontera de los trazos. Unos y otros, acordando equilibrios,
completan norte y sur, saliente y poniente, y otorgan al color valor de
forma.
A las tres,
que es tiempo de atraco, inicio, de la aventura cautivado, el
interior viaje. Que no por sabido el intrínseco placer que ello otorga,
olvido el fin que en ello inquiero, pues no es otro que entender si en
mí también asienta, reposado, lo intangible que, dicen, es promesa
cumplida en el feroz y primer alumbramiento. Ordenada catástrofe la que
me rodea, cuando desciendo por este agitado y visceral universo que da
en llamarse vida, y en la que, atrapado porque quiero, presumo obtengo
límites entre lo mío y lo del otro, entre lo que en mi sucede y lo que
al otro lado acontece. Y ahora, con la vista que, desde dentro, tan
asombrado contemplo, en esta ruidosa y grandiosa maravilla que, en
incesante movimiento, elige inconsciente entre lo infinito y lo eterno,
advertido de que sólo lo tangible contengo, no cesa el dolor que de la
ausencia emana y porfío en acertada ilustración que ordene fin a esta
jornada.
Recto,
inmaculado,
frente a mí. De seria observación. De inmensas distancias entre
límites. Esta yerma llanura que me espera. La mirada a la izquierda.
Murmullos. Quién será el primero, dicen. La frialdad de unos, el calor
de otros. Quién será el primero, ruegan. Qué recia saeta nos llevará a
la blanca piel, qué inmensa gratitud a la mano que nos pose desde tan
altos vuelos. Ya se acerca. Lo ven. Un gemido recorre la paleta. En
aquel punto del desierto una nube solitaria ha dejado un trozo de azul
cielo.
Se alejan.
La chica, la grande, la que lleva el collar, la que lleva el lloqueru. Perderán sus formas cuando doblen por La Maeda. No van a volver.
Lo ves venir,
transparente,
fiero, recortando formas, enredando pensamientos. Ni una palabra. Ni el
gesto amable que esperas. Se desliza por la mesa, rodea vasos y platos y
en las piernas ese frío tan antiguo. El mismo que veías en la cadencia
de aquellos copos, al otro lado del cristal de invierno. Lo ves partir.
Tus ojos abiertos, perplejo el gesto. Encenderé la luz, está
oscureciendo.
Ya es tiempo.
Que las formas del tiempo se dejen ver, que
ocupen el lugar que los colores dejaron cuando, esta tarde, sin aviso
ninguno, decidieron posarse ordenadamente en aquel lienzo olvidado.
Sabia complicidad, pensé, cuando, ya abierta la puerta, los vi
sonrientes, jugando. Aquel cobalto se movía lentamente de izquierda a
derecha, pasaba por encima del cercano cadmio y, sin dejar de
mirarme, hacía resplandecer al mismo verde que horas antes había visto
en las orillas de Tir na N'og. El mismo azul que bordeaba las tierras de
la misma frontera y las tornaba en profundos abismos, aquellos a los
que Mr. Cohen volvía obsesivamente. El mismo azul que ceñía a los
soberbios rojos y los convertía en los violetas que, dos años atrás, yo
mismo había visto ascender a los cielos. Atónitos, los pinceles miraban
la escena; no sabían qué hacer. Cerré la puerta. A los niños hay que
dejarlos jugar.
Y si el trazo se queda, ¡que hablen los colores!
Somos a cual más vanidoso, pero, casi siempre, esperamos nuestro
turno para actuar. Algunos parecemos puro grito y otros sosa expresión,
pero todos, si podemos, sabemos buscarnos buen compañero de parcela que
nos realce. Algunos somos tipos fríos, otros más cálidos, unos quieren
trato distante, a otros les encanta demostrar proximidad. En cualquier
caso, quien nos maneja sabe que trata con tipos de cuidado, que, a
veces, engañamos y, a veces, somos la generosidad que acaba siendo
cielo, mar o un cielo de mar. Somos gente de caer bien y de caer mal, en
eso está la gracia de ser gente como somos. Cuando caemos mal, nos
ponen en pie y nos retiran, o, en el mejor de los casos, nos tapan con
algún otro advenedizo que se cree la solución de todas las cosas. No nos
ofendemos, es nuestra existencia. Y nunca renegamos de la mano que nos
lleva, porque sabemos que nos estima en lo que somos.
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